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Una colección… de talento

Foto del escritor: Juan Martín SalamancaJuan Martín Salamanca

Un par de entradas para el teatro puede ser un comienzo perfecto para una colección. Las entradas del día que viste por primera vez sobre el escenario a José Sacristán (Chamberí, 13-3-24). Tiempo habías tenido, a tenor de su veteranía sobre las tablas, pero azares de la vida, lo que no ocurrió con tantos papeles alumbrados por Miguel Delibes, vino a acaecer de la mano de otro monstruo de las letras como Juan Mayorga.


Una reflexión sobre la obsesión en que puede derivar el coleccionismo (¿puede un coleccionista llegar a matar por la pieza que ansía para su colección?) coproducida por Teatro de La Abadía -donde se estrenó en marzo- y Lazona. La humanidad como gesto de colección. El coleccionista coleccionado. Un matrimonio de recopiladores ya ancianos y sin hijos se plantea la búsqueda de un heredero que asuma sus misteriosos fondos una vez falten. Una idea sencilla, a priori, que va atrapando al espectador desde que Carlos franquea la entrada de Susana en casa de Berna y Héctor.



Ignacio Jiménez, Ana Marzoa, José Sacristán y Zaira Montes en La colección. CULTURA Y TAL


Bien conocedor de la dramaturgia, Mayorga convierte el escenario en un juego de luces (la iluminación corre a cargo de Juan Gómez-Cornejo y la escenografía, de Alessio Meloni) donde algo tan aparentemente superfluo para la historia como un agujero en el techo se convierte en esa milana bonita que dota de verosimilitud a la historia, hasta el punto de hacernos mirar al techo del teatro convencidos de que vamos a ver el cielo nocturno ante el que se quedaban absortos Berna y Héctor, quienes nos hacen partícipes de su particular historia de amor (real aunque el tiempo haya hecho de la llama brasa), a medio camino entre un combate de boxeo y un síndrome de Diógenes muy caro y refinado.


Pero por encima de todo, lo que ha hecho el académico de la lengua y Premio Princesa de Asturias de las Letras en este montaje que ha escrito y que dirige ha sido coleccionar talento. Desde Ignacio Jiménez (Carlos), un criado cuya relación con sus patrones trasciende lo profesional y emana hostilidad y atracción a partes iguales hacia la famosa colección, hasta Ana Marzoa (Berna), una amante del arte cargada de pragmatismo y ligera de compasión, pasando por Zaira Montes (Susana), coleccionista menos experimentada que sus anfitriones, la cual que se maneja con soltura entre la ternura hacia su hija asmática, la ambición, la inseguridad y la falta de escrúpulos, tutto insieme.


Y cómo colofón, qué decir de José Sacristán (Héctor), un octogenario niño que lleva más de 60 años engañándonos mientras juega sobre las tablas y ante la cámara. Con la naturalidad de quien no ha memorizado un texto, sino que divaga ante la realidad que está viviendo, convence al espectador de que en verdad es un anciano con una basta experiencia que al narrarla, se pierde en circunloquios, se impacienta mientras la edad no perdona su cabeza (motivo que ha llevado a esta pareja a buscar quien asuma su legado) y se reivindica con una contradictoria lucidez de quien es a un tiempo un enamorado del coleccionismo y un preso arrastrado al mismo por culpa de un amor más verdadero, hacia Berna, con la que pelea cada noche en un ring del que cree que es demasiado pronto para bajarse (¿una reivindicación frente al edadismo de este Biden del arte nacido de la pluma de Mayorga?).


Dos horas de combate en el que enfrentarnos a nuestros propios demonios a través de las reflexiones de los personajes sobre el paso del tiempo, el amor, la herencia o la relación entre humanos y objetos. Dos horas en las que no deja de sobrevolar sobre nuestras cabezas un lugar que acabará haciendo estallar toda la trama y que se grabará en nuestras cabezas: Guimarães, acaso porque todos tengamos el nuestro.

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